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Crónica de un estallido anunciado


Claudia Heiss, Universidad de Chile

El estallido social de los últimos días en Chile no sorprendió, realmente, a muchos y muchas cientistas sociales que por décadas han presagiado que la aguda desigualdad, la desprotección social y la falta de canales democráticos de transmisión de demandas harían ceder en algún momento la estructura institucional. Numerosos estudios han analizado la crisis de representación en Chile, la distancia entre élites y ciudadanía, la creciente percepción de “abuso” que experimentan las personas, la incapacidad del sistema político de procesar el conflicto, los problemas de un sistema de partidos sin raíz social y los efectos de la Constitución dictatorial de 1980 en la legitimidad política.

¿Significa esto que la ciudadanía de pronto rechaza al gobierno de derecha que eligió hace sólo dos años y ahora exige un proyecto de corte más izquierdista? No necesariamente. Aunque la mayoría de las fuerzas de la sociedad civil y los partidos de centroizquierda han asumido casi como una obviedad que esta es una crisis del modelo neoliberal, la verdad es que no sabemos exactamente qué es lo que quieren los millones de chilenas y chilenos que desde hace una semana colman las calles del país en la mayor revuelta social desde la dictadura de Pinochet. Sí sabemos, a grandes rasgos, qué es lo que no quieren. No quieren vivir con la angustia que producen salarios de tercer mundo y un costo de la vida de país desarrollado. No quieren que el Estado abandone a su suerte a los ancianos, los enfermos y los niños vulnerables, ni que la educación y la salud sean productos de lujo que sólo algunos pueden pagar. Probablemente tampoco quieren un sistema tributario que deja casi en la misma posición el coeficiente de desigualdad antes y después de impuestos y transferencias. Y no hay duda que muchas personas simplemente quieren su parte de la torta del crecimiento económico y mayor acceso al consumo.

Hace sólo unos días, el Presidente Sebastián Piñera declaró al diario Financial Times que Chile era un oasis de paz en una región convulsionada. Aunque, en efecto, hay varios países que tienen problemas mucho más serios de gobernabilidad, con esa descripción el Presidente pasó por alto importantes movimientos sociales de la última década. Tras años de intencionada desmovilización política, una generación que no vivió la dictadura protagonizó el 2006 la “revolución pingüina” con la que estudiantes secundarios dieron el puntapié inicial a la reforma de la educación. En 2011, el foco del movimiento estudiantil se trasladó a las universidades y Chile vivió las más grandes movilizaciones de su historia. Desde entonces se produjo un claro declive de la capacidad de intermediación de los partidos políticos y su reemplazo por movimientos sociales con agendas como medio ambiente, derechos de pueblos originarios, minorías sexuales, descentralización, nueva constitución, feminismo y pensiones.

A diferencia de los movimientos sociales enumerados, el estallido de descontento que se inició esta semana no tiene articulación ni una demanda específica. Fue una explosión espontánea detonada por el alza del pasaje del metro de Santiago, la que ha ido creciendo con el paso de los días. No ayudó por cierto que el Ministro de Economía Arturo Fontaine hubiese llamado a las personas a levantarse más temprano para enfrentar el alza evitando el horario punta, lo que fue percibido como una muestra más de la falta de empatía de las autoridades. El lunes 14 de octubre, algunos estudiantes llamaron a desafiar a la autoridad y entrar al transporte subterráneo sin pagar. Las evasiones masivas fueron creciendo con los días y culminaron en masivas protestas pacíficas que interrumpieron el servicio el viernes 18 y con violentos ataques a estaciones del metro, que sufrió graves daños en su infraestructura. Desde entonces, la protesta se expandió a casi todo el país con marchas masivas en las principales ciudades y ruidos de bocinas y cacerolas. Al mismo tiempo, se produjeron violentos ataques a supermercados y otras instalaciones. El Presidente declaró el sábado 19 el Estado de Emergencia, uno de los cuatro estados de excepción constitucional que contempla la Constitución de 1980 y desde ese día se ha decretado toque de queda en distintas zonas del país. Los militares quedaron a cargo de resguardar el orden en las zonas en estado de emergencia, lo que ha llevado a varios casos de homicidio por parte de agentes del estado, abuso de la fuerza, apremios ilegítimos, tortura, abuso sexual y detenciones ilegales. Al 24 de octubre se hablaba de 18 muertos, 2400 detenidos y numerosos heridos a bala y con perdigones. Lamentablemente el uso del Estado de Emergencia no puso fin a los saqueos.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha condenado el uso excesivo de fuerza por parte de las fuerzas de seguridad y llamó al Estado a “entablar un diálogo efectivo e inclusivo para abordar las demandas legítimas de la población en el marco democrático del Estado de Derecho”. El organismo cuestionó la decisión de Piñera de imponer el estado de excepción y le recordó que éstos “deben ajustarse a causales estrictas como la existencia de un peligro objetivo y de extrema gravedad que ponga en riesgo la preservación de la democracia o la integridad de la nación, pero no debe invocarse para la suspensión genérica de derechos fundamentales como la expresión, o la protesta que busca expresar un malestar social”.

Según el estudio de opinión Pulso Ciudadano del 24 de octubre 2019, las motivaciones más importantes de las protestas que vive hoy el país son (1) los sueldos de los trabajadores, (2) precios de los servicios básicos como luz, agua y gas, (3) pensiones de los jubilados y (4) la desigualdad económica entre los chilenos. La crisis genera sentimientos de rabia, inseguridad y tristeza (en ese orden) y sólo un 20,9 % de los encuestados confía en que Chile y sus políticos podrán superar la crisis, contra un 52,4 % que expresa poca o nula confianza en que ello ocurra.

Actualmente existen al menos dos interpretaciones en competencia: la reivindicación de esta crisis como una protesta contra la desigualdad y los abusos, que se resume con el lema “Chile despertó”, y una versión que busca poner el énfasis en la dimensión puramente delictual de los saqueos y ataques a la propiedad. Esta segunda imagen fue la predominante en la cobertura de televisión durante los primeros días, hasta que la propia ciudadanía comenzó a exigir que se diese voz a quienes protestan en forma pacífica y a sus demandas.

Desde los primeros llamados a evadir el pago de la tarifa, el Presidente Piñera rechazó revertir el alza del metro argumentando que el precio había sido fijado por un panel de expertos y era necesario para la sustentabilidad del sistema. Más tarde adoptó un enfoque de seguridad y orden público y, tras decretar el Estado de Emergencia, señaló estar “en guerra contra un enemigo poderoso”. Las protestas no hicieron más que aumentar y extenderse a todo el país. Cuando se anunció que se revertiría el alza ya era demasiado tarde. Tras cinco días de protestas, el martes 22 de octubre Piñera buscó cambiar el tono. En un mensaje por televisión, pidió perdón y anunció algunas medidas sociales que, a estas alturas, fueron percibidas como insuficientes. Estas incluyeron el aumento en un 20% de la pensión solidaria y el pilar solidario, un proyecto para reducir el precio de los medicamentos, el alza del salario mínimo y revertir un alza de tarifas eléctricas. También habló de aumentar impuestos a las personas de mayores ingresos.

A más de una semana del estallido, el regreso a la normalidad parece lejano. Poco a poco han ido subiéndose al carro de la movilización distintas organizaciones de la sociedad civil y partidos políticos, intentando articular demandas y generar plataformas que permitan algún tipo de negociación con la autoridad. Muchas veces estos esfuerzos son vistos como oportunismo y rechazados por la ciudadanía.

¿Cuál es la salida a esta crisis? No es fácil decirlo. Algunos han señalado que se precisa un cambio profundo en el modelo. Pero ¿es razonable esperar de un gobierno de centro derecha las reformas estructurales que no se hicieron en casi 25 años de gobiernos de centro izquierda?

A dos años de que culmine su mandato, el gobierno de Sebastián Piñera se encuentra hoy extremadamente debilitado. Ya era débil cuando un magro 26,5% del padrón electoral le otorgó el triunfo en diciembre de 2017 en la segunda vuelta que lo enfrentó con Alejandro Guillier. A pesar de que ganó con un contundente 54,58 % de los votos en segunda vuelta, tres cuartas partes del electorado no votó por Sebastián Piñera.

La abstención electoral es hoy un gran enemigo de la legitimidad democrática de los gobernantes. A eso se suma que el gobierno no tiene mayoría en el Congreso. Los partidos políticos sufren graves problemas de credibilidad. Los escándalos sobre financiamiento ilegal de la política en 2015 contribuyeron a su deterioro, al hacer evidente el poder del dinero sobre algunos legisladores. En este escenario, cuesta imaginar qué liderazgos o fuerzas políticas y sociales serán capaces de canalizar esta explosión de enojo ciudadano y transformarla en propuestas y proyectos de ley que se puedan discutir en foros legítimos de deliberación política.

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